sábado, 4 de junio de 2016

Una leyenda del San Juan Coruñés.

Torre de la Venerable Orden Tercera de
San Francisco.
Viene  a mi memoria una leyenda que leí hace años, acerca de un suceso acaecido en la Noche de San Juan.  Eran tiempos en que La Coruña era una ciudad dormida junto al mar  que despertaba de su letargo cuando a su puerto se acercaban gallardas carabelas y algún virrey cruzaba  las calles de la vieja  y amurallada ciudad, seguido por su séquito de capitanes y bizarros soldados.

Cuentan que en la Venerable Orden Tercera  había una imagen tallada en piedra que el paso del tiempo destrozó y que no es visible en la actualidad. Estaba situada en el muro de la torre que remata el campanario. La imagen había estado colocada con anterioridad en el viejo convento  de San Francisco. Era una imagen de la Virgen con el Niño en brazos, iluminada por un gran fanal  de aceite que los devotos encendían todas las noches.

Una mañana  de San Juan, a los pies de  la imagen, apareció un hombre muerto con una daga clavada en el corazón. Con su mano ensangrentada,  había manchado los pies de la imagen de la Virgen. El muerto era Don Diego de Canaval, capitán del Rey, que unos días después debía casarse con Doña Sol de Acuña, la más bella dama de Compostela.

La víspera del  Santo Bautista era de alegría y jolgorio. Las gentes coruñesas bajaban hasta la orilla el mar  con música de gaitas, olor a romero y rosas esparcidas por todos los rincones a fin de espantar a trasgos y meigas. Aquella noche que nos ocupa era aún mayor la algazara pues el virrey don Mendo  obsequió a su sobrino Diego de Canaval con una gran fiesta. Don Mendo,  recio, erguido; Don Diego, arrogante, decidor de galanteos y requiebros, con afán de seducir a las damas que participaban en el festejo. En un determinado momento de la noche una tapada se acercó a Don Diego y le dijo: “¿Don Diego, que olvidada tenéis a  Doña Sol? ¿Qué sabéis vos señora?, replico adusto el capitán.  “Sé Don Diego que hoy al sonar las doce alguien me ha dado una cita con vos”. Al decir eso  la dama desapareció de improviso dejando a Don Diego desazonado e inquieto en sus pensamientos.
Ábside del antiguo convento de San Francisco.

Cerca de las doce, don Diego salió de la casa del su tío el virrey, para dirigirse  a la suya. Marchaba  a la vera del convento franciscano, donde la lámpara de aceite iluminaba la imagen de la Virgen, cuando sonó la primera campanada de las doce. Vio entonces Don Diego la figura de mujer arrebujada en la oscuridad de un manto negro que le adelantaba en su caminar. Paróse bajo el farol y esperó al capitán. “Heme aquí Don Diego” le dijo. El capitán helado, con  un frío de muerte, ni se movió. Mientras la misteriosa dama  levantó el velo que le cubría enseñando un rostro de marfil y el capitán sintió sobre sus labios  un beso helado, duro, descarnado, mortal. La lámpara que alumbraba la imagen se apagó y un búho desde el alero del tejado del convento, llamó a las tinieblas con un alarido. Así murió don Diego.

Al año siguiente, Don Mendo el virrey, ordenó ahorcar a un criado al que culpó de la muerte de su sobrino. La mancha de sangre que Don Diego había dejado a los pies de la imagen no había podido ser borrada y cada mañana aparecía más roja.

Al año justo del ahorcamiento del criado, otro día de San Juan, fue hallado el cadáver de Don Mendo ante la misma imagen caído sobre un gran charco de sangre. Don Mendo no estaba herido, había muerto ahogado en la sangre que había manado de la piedra, como una fuente, hasta formar el charco en el que se ahogó el virrey.

Los coruñeses dieron por cierto que el virrey había asesinado a su sobrino por amor a Doña Sol y que la sangre de su crimen había manado de la piedra para hacer la justicia de Dios.

Desde aquel día a las doce de la noche de San Juan, apagábase la luz de la hornacina y  la sombra de Don Mendo vagaba por el convento con el decidido afán de que con la punta de su daga, escarbar en la piedra para borrar la mancha de sangre que había dejado la mano de su sobrino herido de muerte a los pies de la imagen de la Santísima Virgen.


Calin Fernández Barallobre.