sábado, 5 de marzo de 2016

Hogueras de San Juan para el recuerdo

La fecha del alto junio se vivía en Marineda, allá por la década de los 60, con plenitud, especialmente por parte de la chiquillería. Durante los días previos, de un lado a otro, los más jóvenes, corrían transportando enormes troncos, hurtados con astucia; viejos y apolillados muebles salidos del más recóndito e inaccesible de los trasteros o cualquier elemento susceptible de ser convertido en combustible, por mor de las llamas sanjuaneras.

Quizás, el símbolo más importante de la hoguera, el elemento diferenciador con las demás y por ello el de más difícil adquisición fuese el llamado "palo mayor". Su búsqueda, localización y consecución era preocupación constante por parte de todos ya que este elemento constituía el eje de la hoguera, su centro y en función de él estaba el tamaño e impronta de toda la lumerada.

Por ello, se pergeñaba un plan, minucioso y detallado, para su sustracción, teniendo la precaución de mantener todo ello como el secreto más celosamente guardado, en evitación de que otros se adelantasen o simplemente que el titular del objeto a sustraer se alertase y doblase su vigilancia, algo que desgraciadamente sucedía en más ocasiones de las deseadas.

Aquellas Hogueras de los primeros años

Durante todos estos días previos, el lugar donde se iba amontonando la llamada "leña" de la hoguera, estaba perfectamente custodiado, en turnos establecidos reglamentariamente, con el fin de evitar el indeseable golpe de mano de la gente de la hoguera vecina.

La mañana del 23 de junio se despertaba, tras larga noche de una vigilia casi permanente, con ruido de petardos y bullicio de la chiquillería que comenzaba impaciente los preparativos previos a la colocación de la hoguera en su ubicación tradicional.

A media mañana comenzaba el trabajo de instalación de la hoguera. Lo primero era anclar el palo mayor; si el firme era de tierra no había problema, de lo contrario era preciso recurrir al socorrido bidón de metal, también sustraído, en el que se colocaba el eje de la hoguera. Luego, poco a poco, se iban amontonando, de forma simétrica, maderas, muebles viejos, cajas, etc. Al final, tras una larga y silenciosa contemplación del trabajo, la obra se remataba con la colocación del pelele o muñeco en la parte más alta del cono.

Terminada esta operación se iniciaban los turnos de guardia, doblados en esta fecha, para evitar visitas no deseadas y así hasta la noche en que, en presencia de nuestros padres y de los vecinos de la calle y con el rito apropiado al momento, plantábamos fuego, entre el regocijo y la algarabía, a nuestra hoguera de San Juan.

Por la época que nos referimos, inicios de los años 60, eran muchas las hogueras que ardían en toda la ciudad; sin embargo, por razón de nuestra vecindad nos referiremos, especialmente, a aquellas que se quemaban en la zona más próxima a Riazor y su playa.

Una de la que guardo mejores y más entrañables recuerdos ardía frente a la desaparecida Casa de Baños. En ella fui iniciado en el ritual del arte de la piromanía sanjuanera, forjando recio mi espíritu de amor por las tradiciones de la Noche de los grandes aconteceres.

Otra de las tradicionales hogueras de la zona era la de la calle Rey Abdullah en su confluencia con la calle C, donde también la chiquillería quemaba hoguera por San Pedro. Aquella hoguera sanjuanera siempre se distinguió por ser la más voluminosa de todas y aún mantengo fresca en la memoria la imagen de aquella enorme bruja con la que una año se remató la gran pira.

También de mucha tradición en la zona, era la que ardía en la parte baja de la Plaza del Maestro Mateo, en su confluencia con Alfredo Vicenti.

Una hoguera cargada de tintes intimistas era la que quemaba la familia Pereira en las peñas habidas frente a su emblemático Playa Club. En ella, con la asistencia de la familia y de un puñado de amigos, ardían los trastos y maderos sobrantes amontonados durante todo el año.

La hoguera por antonomasia de todas cuantas se quemaban en el perímetro referido, la que se escribía con letras mayúsculas, era la que iluminaba la noche coruñesa en Calvo Sotelo, frente al Colegio de la Compañía de María, de tan gratos recuerdos. 

Siempre contó con una serie de atractivos impensables en todas las demás. Desde fuegos artificiales hasta la construcción de auténticas fallas, aquella hoguera no tenía rival y todos nos hemos quedado, alguna vez, boquiabiertos con la contemplación de los trabajos de carpintería con que se remataba la gran lumerada.

Todas estas hogueras junto con otras que ardían en la zona del Matadero, Monte Alto, Palavea, Los Castros, Monelos y un largo etcétera, constituyeron los antecedentes más remotos de la actual Noche de San Juan coruñesa, la mágica Noite da Queima que cada año congrega, en las playas de Riazor y el Orzán, a decenas de miles de coruñeses, ávidos de reencontrarse con la hermosa tradición del fuego de la noche de San Juan.

Sólo resta apuntar una fecha, la del 23 de junio de 1962; fue esa Noche de San Juan cuando un grupo de niños de la calle de Fernando Macías decidimos quemar una nueva hoguera. A partir de ahí logramos, a través de la Comisión Promotora de las Hogueras de San Juan, consolidar la idea, consiguiendo mantener viva la tradición cuando muchas de las hogueras a las que he hecho alusión ya habían desaparecido. Con esfuerzo y sacrificio fuimos capaces de mantener una llamita encendida en momentos en los que la hermosa tradición sanjuanera estaba condenada a muerte por unos y otros y esa llama sirvió, con el paso de los años, para que contagiase a muchos coruñeses que cada año hacen posible la simpar Noite da Queima de Marineda, recientemente declarada, con toda justicia, Fiesta de Interés Turístico Internacional.

José Eugenio Fernández Barallobre.