domingo, 31 de enero de 2016

Nuestro querido "Lepanto"

Tal vez fuese como una quimera, como un sueño irrealizable que, por la magia de nuestra audacia infantil, logramos hacer realidad aquella tarde de otoño en que, jugando a ser hombres sin serlo, acariciamos las páginas del primer número de nuestro querido periódico “Lepanto”.

Su olor a tinta de bolígrafo escolar nos cautivó y, por un momento, nos consideramos importantes, transcendentes, al ver logrado nuestro sueño de plasmar en papel deseos y vivencias.
 
La Plaza del Maestro Mateo, "la plazoleta", nuestro salón de juegos

Ni siquiera recuerdo el número de páginas que, entre todos, logramos redactar ni tampoco su contenido. Por mi parte conseguí que Rosa María, aquella hermosa colegiala, tal vez quimérico amor de adolescente, dibujase la nao medieval que ilustró su portada. Luego, todos juntos, en el pequeño comedor de casa de uno de los miembros del equipo de redacción, con mesa de altas patas y pertinaz olor a humedad, asistimos a su presentación en sociedad, una sociedad restringida que jamás rebasó los límites de nuestra pandilla de juegos, aventuras y proyectos de altos vuelos.

Todos aportamos nuestro granito de arena al proyecto que, de alguna manera, contribuyó a mejor conocernos unos a otros. Cada uno, en unos pocos renglones, expresó lo que sentía, lo que esperaba de los demás, lo que soñaba en solitario, asomado al balcón de la ilusión, en las largas veladas sustraídas al estudio.

Nos sentimos satisfechos, incluso importantes, al verlo concluido, rematado con aquella elegante portada dibujada, con todo cariño, por aquella chiquilla de ensueño a la que observé con atención y con sublime admiración mientras daba vida a su obra.

Nuestro “Lepanto”. Un nombre que nos hacía soñar con metas de grandeza defendiendo allende los mares los sacrosantos colores de nuestra enseña patria. Cuántas noches soñando con bizarras hazañas mientras la suave brisa del mar de Riazor, impenitente compañera de mágicos recuerdos, se colaba entre las rendijas mal cerradas de la ventana de nuestro cuarto y acariciaba nuestros infantiles rostros.

Alrededor de aquella mesa cuadrangular de madera color teca del comedor de uno de los compañeros de aventuras infantiles, releímos, hasta saciarnos, lo que cada uno de nosotros había plasmado en las escasas páginas de nuestro periódico. Nuestra calle de Fernando Macías, nuestra pandilla, incluso nuestro incipiente equipo de fútbol y ¡cómo no!, nuestra añorada y omnipresente noche de San Juan. Todo lo que significaba algo para nosotros quedó condensado en aquellos renglones escritos con infantil ingenuidad.

Luego, salimos a la calle satisfechos, convencidos de que habíamos empezado a hacer historia y que nuestro “Lepanto” era el mejor testimonio de que la gran aventura había comenzado.

Una sonrisa de júbilo se dibujó en nuestros rostros en aquel frío atardecer otoñal en el momento en que cada uno, en silencio, abandonó el universo de los demás para dirigirse a su particular santuario de recuerdos y una vez allí darse de narices con los libros de texto, en cuyas contra portadas campeaba desafiante el nombre de la colegiala de nuestros sueños, y con los cuadernos cuadriculados llenos de problemas sin resolver.

Nuestro particular castillo de cuento de hadas, refugio de nuestros sueños con colegiales de capa azul

Tal vez aquella noche nada tenía importancia para nosotros; ni los libros de texto; ni los problemas sin resolver; incluso ni siquiera la chiquilla que, cada noche, nos privaba de dormir permitiéndonos tan solo soñar. Estábamos seguros que en aquellas cuartillas de nuestro “Lepanto” se condensaba una buena parte de lo que pensábamos, de lo que sentíamos, en definitiva, de lo que éramos en aquella singular comunión de sueños y proyectos con visos de proyección a la eternidad. 

Fue un atardecer cargado de magia que, por un momento, nos convirtió en niños con sueños de hombres.

Creo recordar que nuestro querido “Lepanto” tuvo continuidad al menos en otro número más en el que también colaboró, bajo mi mirada ensimismada, aquella divina colegiala a la que tanto admiré pese a la diferencia de edad que insalvablemente nos separaba.

“Lepanto” desapareció pero, con su huida de entre nosotros, llegaron otros tiempos y con ellos otros proyectos cada cual más atrevido y por ello más atractivo. Fueron tiempos de inolvidables noches de San Juan tejidas en largos paseos alrededor de las calles que nos habían visto nacer; de hermosas musas con capa azul y cuello duro blanco que nos sirvieron de constante fuente de inspiración; de interminables conversaciones debatiendo todo aquello que creíamos trascendente mientras, poco a poco, íbamos haciéndonos hombres.

Nuestro “Lepanto” fue una especie de punto de inflexión en nuestras vidas. Creo que hubo un antes y un después de aquel simpático periódico trazado con ilusión y con ansias de hacer cosas importantes.

Hasta ese momento supimos ser niños y a partir de ahí comenzamos, sin casi saberlo, a saber ser hombres.

Hoy nada queda de todo aquello, ni siquiera conservamos los ejemplares de nuestra querida gacetilla. Tal vez si los hubiésemos conservado nos sorprenderíamos de nosotros mismos releyendo sus renglones, constatando lo que pensábamos y sobre todo lo que buscábamos.

Tampoco están ya algunos de aquellos que firmamos en sus páginas, incluso algunos de ellos estarán escribiendo su particular “Lepanto” desde las estrellas, sin embargo de todos queda el indeleble recuerdo.

“Lepanto” abrió el camino a otros objetivos de mayor envergadura, de mayor proyección. Hizo que nos volviésemos emprendedores, audaces, imaginativos, sensibles con la tradición, con la historia. Nada fue igual a partir de nuestro “Lepanto”.

Con el paso de los años hubo otros periódicos nacidos de nuestras plumas. Periódicos en los que plasmamos nuestras preocupaciones, nuestros proyectos, nuestras vivencias. Sin embargo ninguno de ellos ha significado para nosotros lo que aquellas páginas escritas con el alma en las que tratamos de retratar un mucho de lo que éramos y un mucho más de lo que deseábamos ser.

Muchas cosas se han quedado grabadas en nuestra retina de recuerdos de aquellos maravillosos años de nuestra pubertad. Las damas de la capa azul y del cuello duro blanco que tantas noches nos privaron de dormir; el cine de la cuesta al que asistimos sobrecogidos, tantas tardes de invierno, a ver viejas películas de guerra y de suspense; la plazoleta de cemento donde iniciamos, casi sin querer, nuestros primeros escarceos amorosos; las mágicas noches de San Juan en las que comenzamos a comprender que podríamos hacer historia para nuestra ciudad; las largas veladas en nuestro particular campamento, a la lumbre de una pequeña hoguera, hablando más de lo divino que de lo humano; nuestros primeros guateques en casa de alguna de aquellas maravillosas chiquillas que deseábamos caminasen de nuestra mano por las sendas de la vida aún a sabiendas que se trataba de un sueño quimérico; los campamentos juveniles donde aprendimos a ser españoles y a amar con devoción a España y ¡cómo no! nuestro querido “Lepanto” que nos hizo sentir importantes por primera vez aquella tarde de otoño.

“Lepanto” fue, por encima de todo, nuestra primera gran aventura juvenil.
 
José Eugenio Fernández Barallobre.