lunes, 9 de noviembre de 2015

Algunas claves de nuestra noche de San Juan

Cuantos quebraderos de cabeza nos provocó, año tras año, la búsqueda del lugar idóneo para el almacenaje de la madera que iba a ser consumida en la siguiente hoguera de San Juan. Horas de debate hasta conseguir la ubicación perfecta y luego juramentarnos para mantener el secreto como el arcano mejor guardado.

Ya desde finales de mayo, cuando las tardes tibias y azuladas se sentaban frente a nosotros, cuando de lejos percibíamos el claro aroma que hacía presagiar el inminente final del colegio mezclado con aquel olor que nos comenzaba a evocar un nuevo San Juan, nos afanábamos en buscar cualquier lugar que, por recóndito o seguro, pudiese ser utilizado como eventual enclave para la custodia de la madera y trastos viejos, bien que recibíamos como donación de algún vecino, bien que sustraíamos en cualquier obra próxima y que deberíamos celar, en evitación de sernos arrebatados por la gente de una hoguera vecina, hasta la noche de San Juan.
Los Puentes vistos desde "nuestro campamento"

Fueron muchos y muy pintorescos los espacios elegidos para cumplir fielmente esta tarea ocultadora. Se trataba, en cada caso, de hallar un sitio discreto, próximo a nosotros, de no muy difícil acceso y capaz de guardar una considerable cantidad de maderos y trastos.

Hay que tener en cuenta que las operaciones de acopio de material combustible comenzaban, generalmente, en la primera semana de junio o quizás antes, y se intensificaban a partir del día 15 cuando ya alcanzaban un ritmo frenético hasta la tarde del día 23 en que se remataban los trabajos de instalación de la gran hoguera.

Si ahora hago un ejercicio de recuperación de memoria puedo recordar, además del viejo Corralón de Rubine donde guardaban la madera los niños de aquella calle los días anteriores a la quema de la hoguera en el andén de Riazor, la buhardilla de la casa de mi abuela que durante los primeros años de nuestra aventura sanjuanera soportó las incomodidades de nuestras carreras infantiles y algún que otro rito iniciático en el arte de la vida del que la caballerosidad me impide hablar. Después vinieron las escaleras del deshabitado ático de mi propia casa que sirvieron, rodeados del mayor de los secretos, como lugar de custodia del elemento combustible. Es curioso que pasados los años nos vimos en la necesidad de abandonar aquel escondrijo porque el ático fue habitado por la familia de nuestro buen amigo y miembro de la Junta Directiva de la Comisión, José González Montes, el popular “Pepito”.  

Tras aquel forzado abandono nos mudamos a una parcela situada en el viejo camino de los Puentes, nuestro particular refugio de fantasmas, próximo al que denominábamos “campamento” donde tantas y tantas noches pasamos en comunión de secretos hablando de lo divino y de lo humano, de todo aquello que considerábamos trascendente. Durante años la madera se amontonó allí y también allí, en las noches previas a San Juan, el incombustible “Sertucha” – jamás supe de donde le venía aquel apodo – se encargó de velar, en vigilia fervorosa y segura, para evitar cualquier sorpresa a modo de golpe de mano de las hogueras vecinas. Sertucha se mantenía en su vigilancia hasta bien entrada la madrugada, compatibilizando el ejercicio de la labor vigilante en su puesto con la degustación de algún que otro traguito de aquel brandy “Terry Junior” que gentilmente le “donaba” un alma caritativa de nombre Manolo.

Eran los años iniciales, la década de los 60, años previos a la elección de la Meiga Mayor, cuando la pandilla de niños de la calle de Fernando Macías y alrededores simultaneábamos la pasión por los ritos sanjuaneros con los interminables partidos de fútbol de las jornadas veraniegas y con los incipientes idilios de primera juventud traducidos en sueños, de largas noche de vela, con la chiquilla, de capa azul y cuello duro blanco, que casi nos había robado el corazón y cuyo nombre campeaba, desafiante, en las primeras páginas de nuestros libros de texto, al menos en aquellos más usados.

Finalmente, aquella parcela se urbanizó y no nos quedó más remedio que buscar otra ubicación para esconder la madera sanjuanera en las fechas previas a su quema en la noche del alto junio.

En esta explanada nos iniciamos en el culto a la piromanía sanjuanera

Fue entonces cuando elegimos el solar que hoy ocupa el inmueble número 22 de la calle Fernando Macías. Allí, entre sus matorrales, vigilada por mi propia casa, se ocultó la madera durante algunos años.

Día a día, se iban depositando tablones, puntales, cajas de madera, cartones y todo aquello susceptible de ser quemado en la noche de San Juan. Largas filas de chavales peregrinaban hasta aquel solar para depositar su botín y prepararlo para la quema mientras otros vigilaban los accesos al vallado solar. Finalmente, en la mañana del 23 de junio comenzaba el trasiego de todo aquel material a Paseo de Ronda, donde se iba construyendo la gran pira.

En alguna ocasión, cuando el botín obtenido se antojaba como insuficiente para ofrecer un espectáculo ígneo de la necesaria envergadura, en los últimos momentos se arrancaba la valla que protegía el solar y toda ella era quemada en la hoguera entre el regocijo de propios y extraños, en holocausto a un nuevo solsticio veraniego, haciendo buena la máxima de que todo lo que pueda quemarse tiene que arder en la Hoguera de San Juan.

En este sentido recuerdo una anécdota que todavía me hace sonreír cada vez que la traigo a la memoria o que mi hermano Calín me la cuenta. Por aquellos días existía una pequeña tienda de alimentación en una de las esquinas de nuestra calle y cada vez que llegaba San Juan solicitábamos de su propietario la cesión de una pequeña carretilla para apoyar el traslado de los maderos y trastos a la zona de ubicación de la hoguera. El bueno de aquel tendero, Constantino de nombre, nos la cedía amablemente y a la conclusión de la jornada del 23 se le reintegraba sana y salva.

Pero he aquí que un año, uno de los más pequeños de la pandilla interrogó a uno de los mayores sobre que hacer con la carretilla al concluir el traslado de la madera. Este, lejos de inmutarse, miró para el chiquillo y preguntó:

- ¿Esto arde?

El pequeño asintió con la cabeza ya que una buena parte de la carretilla era de madera, a lo que el mayor replicó de forma displicente.

- Pues si arde, ¡al fuego!

Y así fue como se quemó aquella carretilla y tras el consabido y natural cabreo del célebre Constantino perdimos para siempre un apoyo logístico tan necesario para las tareas de traslado del elemento combustible.

Así fueron transcurriendo los años hasta que finalmente vinieron tiempos mejores y dejamos de utilizar escondrijos para la madera pues esta ya no era robada; vinieron tiempos de Meigas Mayores, de Cabalgatas, de Guardias de Honor, de Hogueras alegóricas, sin embargo aquellos recuerdos difícilmente se borrarán de nuestras mentes por muchos años que vivamos ya que constituyen, sin lugar a duda, alguna de las claves secretas de nuestra peculiar forma de entender la noche de San Juan.

José Eugenio Fernández Barallobre.