jueves, 11 de junio de 2015

Nuestros antecedentes


Nuestra particular aventura, nuestra historia, la historia de nuestras HOGUERAS, nace en una Coruña ilusionada que comenzaba a desperezarse, como el resto de España, con el inicio de la llamada “década prodigiosa” y lo hace en la calle de Fernando Macías, asomada a nuestra querida playa de Riazor, donde vivimos los mágicos años de la infancia y de la juventud. Allí, sin saberlo, unos cuantos comenzamos a hacer historia.

Aquella Coruña de la década de los 60, la de nuestras correrías infantiles, era una ciudad alegre y bulliciosa de casi 200.000 habitantes. Por aquel tiempo iniciaba uno de sus estiramientos urbanos, construyendo el populoso y monstruosamente urbanizado barrio del Agra del Orzán; también, en aquellos años, asistimos al despertar industrial con la construcción de la Refinería de petróleos en la zona de San José, todo un hito para una ciudad comercial y de servicios como siempre ha sido la nuestra.
Playa de Riazor, años 60

Como capital indiscutible de Galicia, contaba con la presencia de todo el aparato burocrático del Estado muy especialmente la Capitanía General de la entonces VIII Región Militar a cuya cabeza se encontraba el Capitán General, primera Autoridad de la Región, y la Audiencia Territorial, en el Palacio de Justicia. Curiosamente ambas Instituciones sobreviven en la ciudad desde tiempos de Felipe II quien ordenó fijarlas, con carácter definitivo, en La Coruña. Sorprendentemente este gran monarca no da nombre a ninguna calle de la ciudad al contrario de lo que sucede con Napoleón, uno de los mayores sátrapas de la historia y enemigo visceral de España, que si goza inexplicablemente del privilegio de poseer calle en La Coruña.

A todo lo antedicho hay que añadir el hecho, poco corriente en otras ciudades similares, de convertirse cada verano en un singular escenario de toma de decisiones políticas, con la presencia del Jefe del Estado, Generalísimo Franco, y del pleno del Consejo de Ministros que celebraba, en las Torres de Meirás, su reunión estival.

Tal vez por el hecho de producirse en estos años el auténtico despertar de los recuerdos, el volver hoy la vista atrás produce una fuerte sensación de nostalgia, recordando aquellos tiempos. Esta peculiaridad nos permite echar de menos un montón de cosas que de forma inexplicable se llevó consigo la década de los 60, donde para muchos el concepto de antiguo era sinónimo de viejo, y que, de una u otra manera, constituyeron parte importante en nuestras vivencias más íntimas.

¡Cuantos recuerdos han quedado grabados en la memoria al ser testigos del paso de la infancia a la juventud y que hoy pueden ser revividos aunque sea de forma inconexa! 

Sí fuésemos capaces de comenzar un paseo, largo y dilatado, por aquellos años, quizás una de las primeras estaciones de parada la constituiría el viejo "Leirón" que el Sporting Club Casino poseía en la calle de Juan Florez, espectador excepcional de nuestras primeras salidas nocturnas y mágico escenario para las tempranas declaraciones de amor en aquellos "asaltos" juveniles que servían de epílogo, con fuegos artificiales y todo, al periplo festivo veraniego.

Parque del Casino "El Leirón", años 60
También recuerdo, dada su proximidad con mi casa, la Plaza de Toros, aquel coso que se alzaba medio destartalado en la calle de Médico Rodríguez, y que durante tantos años fue auténtico catalizador de toda la afición taurina coruñesa, perdida por tanto tiempo y que hoy está afortunadamente recuperada.

La Coruña era diferente; cada atardecer, el sol parecía detenerse, por un instante, sobre la aguja neogótica de la Iglesia de los Jesuitas que en tardes de niebla se dibujaba atrevida y desafiante, como una saeta clavada en el cielo coruñés. Aun recuerdo aquella extraña sensación, difícilmente descriptible, que me causó su contemplación, una tarde de otoño, en que la observé desde un ángulo distinto de los que lo hacía habitualmente; aquella sensación me sobrecogió y su imagen ha quedado grabada para siempre en la retina de mis recuerdos.

En Semana Santa, de la mano de nuestros padres, presenciábamos, en silencio, la procesión de la noche de Jueves Santo al pie de la Torre del Reloj de la Caja de Ahorros, en plena calle de San Andrés. Uno a uno, los pasos de la Cofradía de San Juan: "La Oración en el Huerto", "El Beso de Judas" y "El Cristo Crucificado", desfilaban ante nuestras atónitas miradas. ¿Qué habrá sido de aquellos pasos procesionales?, ¿dónde estará oculto "el beso de Judas" obra del escultor santiagués Rivas? es difícil de saber pero lo cierto es que, un mal día, desapareció para siempre como también lo hizo la gallarda torre del reloj del edificio de la Caja de Ahorros, sustituida por una monstruosidad impersonal, carente de gusto estético.

 
También, alguna vez, jugamos entre los bancos de piedra de aquella Plaza de Pontevedra, con sabor provinciano, dejando que los frondosos plataneros de la acera del Instituto Femenino nos protegiesen con su beneficiosa sombra y que de igual modo se los llevó una de las múltiples remodelaciones de este enclave coruñés en otro tiempo cargado de encanto.
 
Paso del Prendimiento de Rivas, principios años 60

De la Carrera (nombre que recibía el paseo que se extiende tras el reloj floral) al Relleno, los Jardines de Méndez Núñez nos acogían para disfrute y solaz. Al fondo, el viejo edificio del Hotel Atlántico formaba una perfecta y deliciosa trilogía, muestra del modernismo coruñés, en unión del Kiosco Alfonso, con su cine y su café cantante, y de la Terraza, sede del Frente de Juventudes y de Radio Juventud, a la que tantas tardes acudimos a formarnos en el amor a España encuadrado en una de aquellas maravillosas Centurias de la Organización Juvenil Española.

En aquellos años 60 que ahora recordamos todavía existía la Casa de Baños en la esquina de la Playa de Riazor con la Avda. de Rubine. Cada verano servía como destino a un peregrinar de hombres y mujeres que llegaban a La Coruña a tomar los salutíferos baños de agua salada, adquiriendo especial protagonismo aquellas simpáticas “Catalinas” que entraban en el agua cubiertas con sus característicos “visos” y siempre sujetas a la maroma anclada cerca de las primeras rocas.

Al fondo, las arcadas frontales del Estadio de Riazor, que siempre me evocaron la Puerta de Brandeburgo, permitían adentrarse en la historia particular de nuestro querido Deportivo que por aquellos años lo habían rebautizado con el sobrenombre de "equipo ascensor" por sus ires y venires en las dos principales divisiones del fútbol nacional.

Tanto la Casa de Baños como las arcadas del Estadio eran mudos testigos del discurrir, lento y majestuoso, del viejo Tranvía nº 3 que, más que transitar, procesionaba entre la Plaza de Mina y Peruleiro y que afortunadamente ha sido recuperado después de que desapareciese en el ya lejano 1962. Curiosamente, en la balda de uno de aquellos tranvías destacaba el anuncio de un producto de limpieza, "Nectol", representado por el grotesco rostro de un simpático mayordomo pintado por mi buen amigo y extraordinario pintor Joaquín Castiñeira Bermúdez, personaje muy vinculado, años después, a la historia de nuestras HOGUERAS.

Otro de los testigos mudos de la época, el Castillo de San Diego, también desapareció sin dejar rastro y sin que nadie moviese un dedo en su defensa, cuando la piqueta lo hizo añicos pese a la Ley que impedía demoler castillo o fortificación alguna.

Todavía, por aquellos años, el baluarte defensivo de El Parrote contaba con cuatro bocas de fuego hasta que una mañana, por arte de birli-birloque, se convirtieron en dos, ignorando el paradero de sus homónimos, eso sí, de menor calibre.

La Coruña que vivíamos y sentíamos en aquella década, la estructurábamos, desde nuestros presupuestos infantiles, en dos únicas estaciones: invierno y verano.

El invierno, tiempo escolar por excelencia, se iniciaba, para los que teníamos la suerte de estudiar en el Colegio de los Dominicos, la sempiterna presencia del color albi-negro, después de la Virgen del Rosario, Patrona de la ciudad, el 8 ó 9 de octubre, según los casos, y concluía, allá en la primera semana de junio, cuando nos entregaban un maldito libro lleno de números en el que jamás entendimos el porqué de que primasen, de forma reiterada y casi impertinente, más los dígitos comprendidos entre el 1 y el 4, que entre el 5 y el 10.

Aquellos años fueron los del "boom" de los estudios de Naútica y la ciudad se convirtió en un hervidero de jóvenes, venidos de todas las partes de España para estudiar esta Carrera. Nombres como la Residencia de Estudiantes "Juan Canalejo" en Comandante Fontanes o Rubine Street, van íntimamente ligados a este fenómeno académico.

Dentro de esta interminable estación surgían dos hitos importantes: las Navidades y la Semana Santa.

Las Navidades eran, como hoy, esas fechas caseras, entrañables, en las que alrededor de la mesa de casa de la Abuela nos juntábamos toda la familia, presididos por el Belén de figuras de barro, previamente confeccionado con todo esmero y cariño por mi madre y por mi prima Tere. Al final de la cena, de la mano de nuestros padres, nos íbamos a la Misa del Gallo. Los Jesuitas, el Hogar de Santa Margarita o la Compañía de María eran lugares en los que nos dábamos cita, de forma milagrosa y "espontánea", todos los amigos de la pandilla.
Falla de inicio de las Fiestas de María Pita, años 60

La Semana Santa, con los Cantones cortados al tráfico y los faroles del Banco Pastor cubiertos con telas negras, era tiempo de permanecer en la ciudad para ver las procesiones: "El Nazareno" al atardecer del Domingo de Ramos, recuperada ahora por mi buen amigo Salvador Peña; la del Miércoles Santo, con sus llamativos hábitos multicolores, salida de la iglesia de San Jorge; la ya mencionada de la noche del Jueves; "El Encuentro"; "El Entierro" o la de "Os Caladiños", todas ellas desfilaban por las calles coruñesas en aquellos años, abriendo la marcha la también desaparecida Banda de cornetas y tambores de los Aprendices de la Fábrica de Armas, yendo las diferentes imágenes escoltadas por efectivos de los Cuerpos de la Guarnición, de la Armada, de la Guardia Civil y de la Policía Armada.

La Guarnición de la plaza de La Coruña era numerosa. Efectivos de Infantería, Artillería, Ingenieros, Intendencia, Sanidad, Automóviles y Servicio Topográfico, ocupaban los numerosos cuarteles que se levantaban en la ciudad, especialmente en la parte vieja, la mayoría de ellos cerrados a fecha de hoy. Junto a ellos, el personal de la Comandancia de Marina, representantes de la Armada en la ciudad, también desaparecida en la actualidad y, por supuesto, la Guardia Civil y la Policía Armada.

Era frecuente, por estos años, si las obligaciones estudiantiles nos lo permitían, acudir a la Plaza de María Pita cada vez que se celebraba la festividad de la Patrona o Patrón de uno de los Cuerpos de la guarnición que acudían, con su Compañía de Honores, al pie del Ayuntamiento, donde era revistada por la Autoridad Militar.

La presencia de Unidades militares en las calles era algo relativamente habitual. Además de poder toparte, cualquier atardecer, con largas filas de soldados que participaban en alguna marcha nocturna, a las principales procesiones – el Entierro, la Virgen del Rosario, Corpus o la Virgen de los Dolores – concurría la Compañía de Honores, en la mayor parte de los casos con Bandera. En este sentido destacar la del Corpus, donde la totalidad de la carrera estaba cubierta por efectivos de la guarnición.
Aguja de la iglesia de los Jesuitas

Otro de los hitos militares en la vida ciudadana lo constituía el Desfile de la Victoria que, durante muchos años, se celebró con carácter anual concitando la presencia de miles de coruñeses que acudían entusiasmados a vitorear el paso de la fuerza por las avenidas de la Marina y los Cantones. 

Y tras todo esto, el verano. Los baños diarios en Riazor. La Casa de Baños funcionando a pleno rendimiento; el ya mencionado cabo de cuerda que, proyectado de tierra a mar, servía para que se bañasen las Catalinas con toda seguridad y sin temor a sorpresas.

Con la llegada de agosto la Torre de Hércules se iluminaba con cientos de bombillas al igual que la Torre de Correos o las del Ayuntamiento, indicando que las fiestas de María Pita estaban al punto de comenzar. En ellas, la falla de finales julio con la que se levantaba el mágico telón festivo; los Gigantes (el Rey y la Reina) y los Cabezudos (Ollo vivo o Mata la Fiera, entre otros), proporcionaban un espectáculo inolvidable; la solemne Función del Voto adornada con la rica y colorista variedad de uniformes (Guardia Municipal de gala; Maceros; Heraldos; Clarineros; Timbaleros); el viejo "traganiños", aquel descomunal pirata, al que tanto temía, que engullía a los niños por la boca y los devolvía al mundo de los vivos, tras un alucinante viaje por su interior, por salva sea la parte y que según supe años más tarde había gestionado su compra otro buen amigo ya desaparecido, Enrique Jaspe; los deliciosos conciertos matinales de la Banda Municipal en las arcadas del andén de Riazor, todavía de uso público; la Cabalgata de la Reina de las Fiestas; las veladas nocturnas de zarzuela en la Plaza de Toros a las que acudía de la mano de mis padres quienes hicieron despertar en mí la afición y amor por el género lírico nacional y un largo etcétera de actos variados que daban forma al programa festivo de agosto.

Por supuesto, uno de los hitos de estas fiestas por lo que tenía de simbólico, lo constituía la llamada “Cena de Gala” que, cada año, el Ayuntamiento ofrecía en honor del Jefe del Estado, el Generalísimo Franco. A las nueve en punto de la noche, escoltado por la Sección de Motos con uniforme de gran gala, llegaba al Palacio Municipal donde era recibido por una muchedumbre que lo ovacionaba mientras una Compañía de Honores le rendía los establecidos en las Ordenanzas, después la cena y tras ella una magnífica sesión de fuegos artificiales que ponía fin al veraneo coruñés del Jefe del Estado.

Creo, sinceramente, que La Coruña debería estar agradecida a Franco por convertirla, con sus veraneos, en una de las ciudades más importantes de España, omnipresente en todos los telediarios veraniegos y en las páginas de los periódicos y revistas de mayor tirada nacional; sin embargo, lo que son las cosas, la mezquindad y mediocridad humana hizo acto de presencia, años después, para retirarle títulos y honores.

Otra de las costumbres estivales era la de acudir a un Campamento de la Organización Juvenil Española (O.J.E.) tanto fuera como dentro de la provincia. Gandarío o Puentes de García Rodríguez, en La Coruña, o Archidona, en Málaga, fueron algunos de los enclaves donde concurrimos a completar nuestra formación y a socializarnos en aquellos maravillosos encuentros con chicos venidos de otras partes de España donde no importaba ni el estatus social ni el económico y donde todos éramos iguales.
Aquellos Campamentos de la O.J.E.

El verano era largo y cuando llegaba septiembre, con sus molestos e ineludibles exámenes, comenzábamos a preparar, poco a poco, lo que sería un invierno mucho más largo pero igualmente entrañable y divertido, con los viajes diarios en el autobús escolar; las tardes en el Hogar de la O.J.E. y, como no, con la constante presencia albi-negra en todas las vivencias.

En aquellos años, los más jóvenes, ajenos todavía a los guateques y a la música del Dúo Dinámico o de Alain Barriere, pasábamos nuestro tiempo envueltos en juegos y diversiones mucho más prosaicas. Las chapas; las canicas; el "che". Cada juego tenía su tiempo, su época perfectamente diferenciada de las demás, en la que primaba por encima de cualquier otra diversión. A ello se hace obligado añadir la constante práctica del fútbol que no admitía tiempos ni épocas y que era protagonista durante todo el año.
 
Esporádicamente, otros deportes, experimentaron coyunturalmente una mayor cotización en el baremo de nuestros juegos. Un buen ejemplo fue la mayor atención que mereció para nosotros el atletismo tras la celebración, en Riazor, del Campeonato del C.I.S.M. (Criterio Internacional de Deportes Militares) que concitó durante el verano de 1964 la presencia de deportistas venidos de lejanos y exóticos países y en el que nuestro Equipo Nacional cosechó importantes triunfos.

Poco a poco, con el tiempo largamente saboreado, fueron discurriendo aquellos inolvidables años 60 en los que nacieron nuestros primeros amores, aquellos de las heroicas declaraciones bajo la luz de las estrellas o en el transcurso de un guateque casero, en un descuido de la mamá de turno que, expectante, controlaba la situación como sí de un ave de presa se tratase.
 
Los años fueron pasando y con ellos se quedaron atrás nuestros juegos infantiles. Dejamos de jugar a las chapas; al che; a las canicas; al huevo-pico-araña; también dejamos de coleccionar cromos de futbolistas y de publicar nuestro entrañable periódico "Lepanto". Incluso, la natural evolución, hizo que desapareciese la estructura jerárquica de nuestra pandilla infantil y con ella las "guerras" en las que estábamos constantemente embarcados con otra gente de nuestra edad de las calles vecinas.

De un lado, nuestros primeros escarceos amorosos con chiquillas vestidas con capa azul o con elegantes abrigos de botón de ancla azules y grises y de otro, nuestra militancia en la Organización Juvenil Española, nos abrieron nuevas expectativas hasta aquel instante desconocidas para nosotros.

Sin embargo, algo quisimos guardar de nuestro ayer de siempre; algo que se convirtió, a la larga, en nuestro más preciado tesoro, el nexo de unión, el eje de tantas y tantas maravillosas vivencias; algo que no se fue con nuestra inocencia, ni siquiera después de haber realizado los primeros ritos de paso de la infancia a la juventud: el culto, tan profundamente arraigado, que desde siempre profesamos a la noche de San Juan y a sus tradiciones.

Nuestro ritual iniciático en el arte de la piromanía, tuvo lugar allá, en tiempo incapaz de precisar, en la hoguera que, cada 23 de junio, ardía en la explanada existente en la parte anterior de la ya citada Casa de Baños. Fue allí, donde se forjó recio y firme nuestro espíritu de amor a la tradición sanjuanera.

Aquella hoguera era una más como las muchas que ardían, todavía por aquellos años, a lo largo y ancho de La Coruña. Su organización corría a cargo de la chavalería de la calle de Rubine, Avenida de Buenos Aires y Plaza de Pontevedra. Gente de diferentes edades se amalgamaba para celebrar, como Dios manda, la entrada del verano al pie de un Atlántico calmoso y evocador, atentamente observados por el ojo del gran cíclope que, con sus nocturnos guiños, alumbraba nuestra hoguera. 

La explanada anterior a la Casa de Baños, de suelo de tierra, abría el paso al Andén de Riazor, una avenida que corría a lo largo de la playa jalonándola. Sus dimensiones no eran excesivamente grandes pero si lo suficiente para instalar un hoguera de buen tamaño a cuyo alrededor se congregaba toda la gente de la zona que acudía, puntual, a ser testigo de la quema de la lumerada.  

La noche de San Juan era, como lo es ahora, una fecha muy especial sobre todo para los más jóvenes; una de esas fechas remarcada de rojo en el calendario de muchos de nosotros que aguardábamos su llegada con toda la ilusión.

La fecha del alto junio se vivía con plenitud, especialmente por parte de la chiquellería. Durante los días previos, de un lado a otro, los más jóvenes, corrían transportando enormes troncos, hurtados con astucia; viejos y apolillados muebles salidos del más recóndito e inaccesible de los trasteros o cualquier elemento susceptible de ser convertido en combustible, por mor de las llamas sanjuaneras.

Quizás, el símbolo más importante de la hoguera, el elemento diferenciador con las demás y por ello el de más difícil adquisición fuese el llamado "palo mayor". Su búsqueda, localización y consecución era preocupación constante por parte de todos ya que este elemento constituía el eje de la hoguera, su centro y en función de él estaba el tamaño e impronta de toda la hoguera.

Esto obligaba a que, desde muchos días antes, todos nos afanásemos en localizar un palo que reuniese estas características; todo servía, el soporte de una valla, un palo de teléfonos o de Fenosa, cualquier puntal, lo más grande posible, y que sirviese para el fin previsto.
No son las mismas chiquillas que nos quitaban el sueño por aquellos años, pero se les parecen
 
Luego se pergeñaba un plan, minucioso y detallado, para su sustracción, teniendo la precaución de mantener todo ello como el secreto más celosamente guardado, en evitación de que otros se adelantasen o simplemente que el titular del objeto a sustraer se alertase y doblase su vigilancia, algo que desgraciadamente sucedía en más ocasiones de las deseadas cada vez que el mes de San Juan doblaba la esquina del de las flores.

Articulado el plan, se elegía el día apropiado para perpetrar el golpe de mano. En esta operación participaban, como protagonistas, los mayores del grupo que se convertían en héroes de la jornada, mientras que los pequeños realizaban maniobras de diversión o distracción sobre el eventual vigilante de tan preciado tesoro. Una vez sustraído se corría a ocultar, en lugar secreto, donde permanecía hasta el instante de proceder al montaje de la hoguera.

Durante todos estos días previos, el lugar donde se iba amontonando la "leña" de la hoguera, estaba perfectamente custodiado, en turnos establecidos reglamentariamente, con el fin de evitar el indeseable golpe de mano de la gente de la hoguera vecina.

Sin duda alguna, estas vivencias eran el eje central y la preocupación fundamental de aquellas jornadas previas al 23 de junio, fecha especialmente remarcada en nuestro calendario personal.

La mañana del 23 de junio se despertaba, tras larga noche de una vigilia casi permanente, con ruido de petardos y bullicio de la chiquillería que comenzaba impaciente los preparativos previos a la colocación de la hoguera en su ubicación tradicional.

Carreras, un constante ir y venir, ultimar detalles finales, todo indicaba que estábamos viviendo una jornada distinta, diferente a las demás.
 
A media mañana comenzaba el trabajo de instalación de la hoguera. Lo primero era anclar el palo mayor; si el firme era de tierra – como en el caso de la hoguera de Riazor - no había problema, de lo contrario era preciso recurrir al socorrido bidón de metal, también sustraído, en el que se colocaba el eje de la hoguera. Luego, poco a poco, se iban amontonando, de forma más o menos simétrica, maderas, muebles viejos, cajas, etc. Al final, tras una larga y silenciosa contemplación del trabajo, la obra se remataba con la colocación del pelele o muñeco en la parte más alta del cono.

Terminada esta operación se iniciaban los turnos de guardia, doblados en esta fecha, para evitar visitas no deseadas y así hasta la noche en que, en presencia de nuestros padres y de los vecinos de la calle y con el rito apropiado al momento, plantábamos fuego, entre el regocijo y la algarabía, a nuestra hoguera de San Juan.

Luego, como siempre, formábamos el corro y entrelazados de nuestras manos bailábamos, una especie de danza prima, alrededor de la hoguera, cantando canciones como la de "al pasar el trébole la Noche de San Juan" o la de aquel "marinerito que cayó al mar" en noche tan señalada, trasmitidas por boca de nuestros mayores. Esta costumbre se mantenía en plena vigencia en la hoguera de Riazor y en ella participaban gentes de todas las edades.

Poco a poco, la altura de las llamas iban remitiendo, circunstancia que se aprovechaba para iniciar los turnos de salto sobre la hoguera evitando, como manda la tradición, quemarse los pelillos de las piernas.

"Salvame lumeirada de San Xoán,
que non me morda cadela ni can,
nin cousa que durma fora".

Con estos saltos se había cumplido el rito y con la emoción contenida en nuestros rostros porque la intensa jornada se acercaba a su fin, comenzábamos lentamente a discurrir, de la mano de nuestros padres, hacia nuestras casa. La Noche de San Juan había concluido y al día siguiente, tras lavarnos con las hierbas dejadas al rocío de la noche mágica, volveríamos a vernos para realizar el juicio crítico de lo acontecido e iniciar nuestra particular andadura veraniega, eso sin contar el inconfesable secreto de alguna de nuestras accidentales compañeras de juegos que, antes de acostarse, buscaba en la clara del huevo dejada al orvallo sanjuanero la razón futura de sus incipientes amores.    
La plaza de Portugal años 60

Por la época que nos referimos eran muchas las hogueras que ardían en toda la ciudad; sin embargo, por razón de nuestra vecindad nos referiremos, especialmente, a aquellas que se quemaban en la zona más próxima a Riazor y su playa.

Si trazamos un perímetro imaginario enmarcado por las calles Pérez Cepeda (antes calle C), Avda. de Calvo Sotelo-Plaza de Portugal, Avda. de Buenos Aires-Avda. de Rubine y Plaza de Pontevedra-Avda. Finisterre, nos encontramos con que en este sector, formado por catorce calles, se quemaban nada menos que un total de siete grandes hogueras, esto es una cada dos calles.

Eran, en la mayor parte de los casos, hogueras hechas por y para la chiquillería, sin otra justificación que la de mantener viva una tradición heredada.

De todas ellas, sin duda, de la que guardo mejores y más entrañables recuerdos es de la que como he mencionado ardía frente a la desaparecida Casa de Baños. En ella, como he dicho anteriormente, fui iniciado en el ritual del arte de la piromanía, forjando recio mi espíritu de amor por las tradiciones de la Noche de los grandes aconteceres.
 
La hoguera de Riazor, pues así se le conocía, no tenía nada de especial, pese a todo escondía, entre sus brasas, algo que la hacía cautivadora, distinta a las demás, quizás fuesen sus gentes, detenidas en el tiempo, con sabor a barrio, no se. Lo cierto es que, para muchos, era la mejor hoguera del contorno aun cuando vista desde la perspectiva del tiempo transcurrido creo que tal aserto no dejaba de ser una exageración.

Era, por lo demás, una gran hoguera que ardía en la noche solsticial y a la que acudíamos de la mano de nuestros padres, aprovechando para saborear el chocolate con churros que servía una churrería que, con vistas al verano, se instalaba en aquella explanada.
El viejo "3" entrando en la Avda. de Rubine

Esta hoguera desapareció en 1961, cuando se demolió la Casa de Baños y en su lugar se inició la construcción del antiestético edificio que hoy ocupa su lugar y que proyecta su sombra sobre la playa.

Otra de las tradicionales hogueras de la zona era la de la calle Rey Abdullah en su confluencia con la calle C. Aquella hoguera siempre se distinguió por ser la más voluminosa de todas y aún mantengo fresca en la memoria la imagen de aquella enorme bruja con la que una año se remató la gran pira.

De aquella hoguera, que debió desaparecer a mediados de los 60, recuerdo también el mágico aspecto que confería el fuego al reflejar sus lenguas sobre los cristales de las ventanas de las casas próximas que en más de una oportunidad a punto estuvieron de saltar por los aires como consecuencia de las altas temperaturas que generaba la combustión de la lumerada.

Como curiosidad mencionar que en esta calle se quemaba la única hoguera de San Pedro de toda la zona y tal vez una de las últimas de toda Marineda. Era una pequeña hoguera en que ardían algunos maderos sobrantes de la de San Juan, plantándole fuego al atardecer del mismo día de San Pedro, 29 de junio.

Otra hoguera, también de mucha tradición en la zona, era la que se quemaba en la parte baja de la Plaza del Maestro Mateo, en su confluencia con Alfredo Vicenti. Aquella hoguera que debió desparecer en 1965, fue siempre eso, una hoguera sin más. Parecía que tan solo pretendía cumplir con el precepto hogueril ya que jamás destacó por nada en especial.
 
Algo similar sucedía con la que ardía en lo que antes se llamaba Paseo de Ronda (hoy Calvo Sotelo), era otra hoguera con pocas pretensiones que cumplía discretamente con el rito sanjuanero aun cuando fuese una lumerada tan triste y aburrida como lo eran sus organizadores. Otra más, también con pocas pretensiones, ardía en la misma calle de Calvo Sotelo pero ya hacia la iglesia de los Franciscanos; se da la circunstancia que esta hoguera fue la única que sobrevivió al paso de los años, ardiendo hasta no hace mucho tiempo.
 
Una hoguera muy curiosa y tradicional era la que, todos los años, quemaba la querida familia Pereira en las llamadas rocas del medio, próximas al Playa Club. Aquella hoguera, de no muy grandes dimensiones y poco concurrida, tenía la deliciosa peculiaridad de reflejar sus llamas en la tranquila mar riazoreña, además de convertirse, curiosamente, en un lejano antecedente de la actual Noite da Queima.

La hoguera por antonomasia de todas cuantas se quemaban en el perímetro referido, la que se escribía con letras mayúsculas, era la que ardía en Calvo Sotelo, frente al Colegio de la Compañía de María, de tan gratos recuerdos. 

Aquella hoguera, muy anterior a la que años más tarde comenzó a quemar en el mismo lugar la Comisión Promotora de las Hogueras de San Juan, era la aglutinante de todas las demás. La que se quemaba de última y a la que todos concurríamos cuando de las nuestras tan solo quedaban rescoldos para el recuerdo.

Auspiciada por el conocido constructor y vecino Manuel Longueira, siempre contó con una serie de atractivos impensables en todas las demás. Desde fuegos artificiales hasta la construcción de auténticas fallas, aquella hoguera no tenía rival y todos nos hemos quedado, alguna vez, boquiabiertos con la contemplación de los trabajos de carpintería con que se remataba la hoguera.

Un año fue una mujer de rojo portadora de un gran bolso; en otro se quemó el último tranvía, aquel viejo nº 3 que recorría toda la Avda. de Rubine camino de la Plaza de Mina e incluso, en otra ocasión, tuvieron la ingeniosa idea de ironizar con aquel escándalo del alcohol metílico que tanto afectó a nuestra comarca.

Creemos que la fecha de desaparición de aquella majestuosa hoguera fue en 1964 y que sirvió de referente para el trabajo que años después inició la Comisión Promotora de las Hogueras de San Juan que, precisamente, por aquella fechas comenzaba con su particular prehistoria quemando una pequeña hoguera, con muchas pretensiones, en Paseo de Ronda, al lado de la actual Central telefónica.
 
Todas estas hogueras junto con otras que ardían en la zona del Matadero, Monte Alto, Palavea, Los Castros, Monelos y un largo etcétera, constituyeron los antecedentes más remotos de la actual Noche de San Juan coruñesa, la mágica Noite da Queima que cada año congrega, en las playas de Riazor y el Orzán, así como en calles y plazas a lo largo y ancho de toda la ciudad, a decenas de miles de coruñeses y forasteros, ávidos de reencontrarse con la hermosa tradición del fuego de la noche de San Juan.
 
José Eugenio Fernández Barallobre.