jueves, 4 de junio de 2015

El último tranvía

Si en una ocasión dijimos que nuestro bautismo en el rito iniciático del purificador fuego de San Juan tuvo lugar en aquella íntima y evocadora hoguera que, cada noche de 23 de junio, ardía en la explanada anterior a la vieja Casa de Baños de Riazor; nuestra iniciación en el arte de la piromanía hogueril, se realizó al contemplar aquellas extraordinarias hogueras, pioneras de otras muchas, que se quemaban, al estallar el día de San Juan, delante del Colegio de la Compañía de María, en la coruñesa avenida de Calvo Sotelo. 

Una y otra, la de Riazor, por su evocadora nostalgia, y la de Calvo Sotelo, por su creatividad imaginativa, contribuyeron, de forma decidida, a forjar este talante sanjuanero que se pone de manifiesto cada vez que llega junio y celebramos la sin par Noite da Queima en la ensenada del Orzán, ante la mirada atenta del viejo Faro de Hércules. 

Niños de la plaza de Portugal con el tranvía que quemarían en su Hoguera de 1962


Tratando de rescatar del olvido recuerdos de hechos que, vistos con la perspectiva del tiempo pasado, forman ya parte de la pequeña historia de la noche de San Juan coruñesa, me afané en indagar, primero, y luego localizar, algún retazo de aquellas vivencias infantiles que constituyeron un paradigma de lo que podemos considerar, sin duda alguna, la primera intentona seria de convertir la noche de las Hogueras de nuestra ciudad en ese hito lúdico festivo que actualmente constituye. 

Han pasado muchos años desde que, con ingenuidad infantil, se obtuvo la fotografía que ilustra este trabajo hasta esa otra instantánea, obtenida cualquier 23 de junio de los últimos años, en que las playas de Riazor y Orzán entonan, en alta voz, la gran sinfonía en fuego mayor de la noche sanjuanera. Han sido muchos años en los que, con absoluta dedicación, nos esforzamos en lograr que La Coruña tuviese la cita con el fuego mágico y purificador que se merece. 

Tras infructuosa búsqueda en archivos periodísticos a lo largo de estos años, tuve la suerte, en fechas pasadas, de encontrarme con un viejo amigo, Carlos Blanquet, quien, casi sin querer, me dio la pista de lo que andaba buscando. Él conservaba una vieja foto que, por la magia de los recuerdos recuperados, podría devolverme, al menos por un momento, a aquellos años, principios de los 60, en que un grupo de amigos de Fernando Macias y alrededores decidimos poner los pilares de lo que hoy es la mágica Noite da Queima, declarada Fiesta de Interés Turístico Internacional. 

Sin duda fue la noche del 23 de junio de 1962, la misma en que nuestra pandilla quemó la que sería primera hoguera de Fernando Macías, cuando en la vecina explanada de Calvo Sotelo, delante del Colegio de la Compañía de María que se advierte como telón de fondo de la foto, ardió una enorme pira ritual en la que un tranvía, de deliciosa hechura, se anticipaba a la consumación de una muerte anunciada: la del propio tranvía que, con el número 3, recorría con pasmosa pero encantadora lentitud el trayecto que separa la Plaza de Mina del principio de la Avda. de Peruleiro y que rindió su último viaje unos días después, concretamente en el mes de julio de aquel 1962. 

Entre tanto, con una separación de no más de trescientos metros, nosotros quemábamos aquel pequeño cañón de juguete rematado con una cruz de mimbre que, por alguno de esos fenómenos misteriosos que solo suceden la noche de San Juan, el fuego no fue capaz de consumir. Nosotros empezábamos, ilusionados, nuestra particular historia, elevando a los aires el pequeño globo de papel mensajero de esperanza, y el viejo tranvía remataba la suya.

La foto, cargada de evocadora nostalgia, recoge a un grupo de niños entre los que solo acierto a distinguir a Vilas, el muchachote de pantalón largo de la izquierda, autor del pequeño monumento hogueril y tal vez a Vicens, portando el tranvía con que rematarían su gran hoguera de San Juan. 


Colegio de la Compañía de María, delante de su fachada se quemó el tranvía en 1962

Nos encontramos pues alrededor del 22 de junio de 1962, un día antes de que, con febril actividad, se iniciasen los trabajos de instalación de aquella hoguera apilada delante de la Compañía de María. Nombres como Fernando Ponte, Fernando Blanquet, Vicens, Manichu, Ana Pardo, el propio Vilas, entre otros, me devuelven a un mundo de recuerdos imposibles de olvidar por muchos años que transcurran. 

Aquella hoguera del último tranvía fue también una de las últimas que quemaron aquel grupo de amigos, vecinos de la Plaza de Portugal y calles próximas. Desconozco las causas, pero quizás uno o dos años después dejó de arder aquella hoguera llena de alicientes y de inalcanzables aditamentos, de la que tanto hemos aprendido. 

Durante su discurrir por el tiempo vi quemar en esa hoguera no solo este pequeño tranvía, sino también una extraña mujer de rojo, de la que guardamos un impresionante y mágico recuerdo, y como no, tal vez esta fuese la última, un simpático conjunto de muñecos que recreaba la entrega, por parte de un profesor, tocado con birrete y vestido con toga, de un cuaderno de notas conteniendo el desastroso resultado final de los exámenes de junio, a un alumno que ocultaba tras de sí una botella rotulada con la leyenda “metílico” con la que quería “agradecer” a su maestro las "buenas" calificaciones obtenidas. Con esta recreación, facturada con exquisita hechura, ironizaban sobre el gran escándalo de la época: la utilización por parte de algunas bodegas próximas del mortal alcohol metílico para sustituir al etílico en la composición del vino. Los fuegos artificiales, las ruletas de luz y color y las tracas de explosiva sinfonía ponían, siempre, broche de oro a la mejor hoguera de cuantas se quemaban en La Coruña aquellas noches de San Juan. 

El viejo tranvía nº 3 dejó de correr, mejor diría procesionar, a lo largo del trazado férreo que separaba la Plaza de Mina y el inicio de la Avda. de Peruleiro y con él, tras su nostálgica estela, desaparecieron también aquellas hogueras, auspiciadas en un principio por el mecenazgo de un notable convecino, Manuel Longueira, quien siempre mantuvo una actitud positiva y abierta a todo lo que significase apoyo y colaboración al resurgir de la noche de San Juan.  

Aquellos años 60 marcaban todavía, al menos hasta su mitad, el esplendor de la coruñesa noche de Hogueras. Monte Alto; Labañou; Los Castros; Los Mallos; San Roque de Afuera; Monelos, rivalizaban, en sana competencia, con la que se quemaba en la Plaza de Portugal, para conseguir el título oficioso de más alta y mejor de cuantas hogueras ardían en la ciudad. 

Tal vez la palma, en cuanto a tamaño, se la llevasen otras, pero en imaginación, buen gusto y derroche de bien hacer, ninguna podía rivalizar con aquella que ardía, cada 23 de junio, delante del Colegio de la Compañía de María. Sin duda era la más brillante de toda La Coruña. 

Luego vinieron tiempos peores, las vacas flacas de la noche de San Juan coruñesa. Por una lado las prohibiciones administrativas y por otra la desidia generalizada de las gentes a punto estuvieron de hacer desaparecer esta hermosa tradición. Pero esta es ya otra historia que nada tiene que ver con nuestro simpático y añorado nº 3. 

El viejo “3” despareció y con él un poco de la historia de la ciudad y un mucho de la nuestra particular. 

Cayó la Casa de Baños y con ella no solo desaparecieron las entrañables hogueras de Rubine y la pequeña churrería de fortuna que se instalaba en su explanada anterior; también las “catalinas”, aquellos singulares personajes que peregrinaban a la ciudad confiriendo al verano coruñés una nota de ingenua simpatía, dejaron igualmente de concurrir a su cita anual con las aguas del Atlántico. 

Nosotros, por nuestra parte, dejamos de jugar en el corralón del nº 13 de la Avda. de Rubine y ya nunca más volvimos a mofarnos, tal vez de forma despiadada, y luego a escapar ante la “intranquilizadora” presencia de aquella pobre mujer que, a decir de muchos, dominaba las artes de la mala meiguería. 

Tampoco el pequeño malecón de la parte posterior del Colegio de las Franciscanas, forjador de irrepetibles damas íntimamente ligadas a nuestras vivencias, volvió a celar, entre sus semiderruidas piedras, aquellos pequeños tesoros creados por nuestra infantil imaginación y convertidos por su magia en el mejor guardado de todos los secretos. 

En fin, muchas cosas se fueron a la vez que aquel viejo tranvía con cuya deliciosa réplica posan orgullosos y ufanos los niños de la foto y que quemaron en efigie, sin duda para rendirle el último y más puro homenaje, aquella noche de San Juan de 1962 en que, a pocos metros, comenzó, casi sin querer, a fraguarse la actual Noite da Queima coruñesa.   


A todos los que de una u otra forma han sabido mantener viva la esencia de la noche de San Juan.

José Eugenio Fernández Barallobre